martes, junio 17, 2008

Carlos Chaouen- Buenos Aires

DESDE LA TERRAZA

Ya les he contado alguna vez, creo, lo mucho que me gusta sentarme en la terraza de un bar, a ver pasar la vida. Las terra­zas de los bares son oje­adero clave, atalaya im­prescindible a la hora de mirar despacio, sin prisa, intentando desentrañar los porqués de las cosas y de las gentes. Cada cual se lo monta como puede, y algunos de nosotros necesitanos esas treguas de la vida. Así que procuro utilizarlas. Algunas de mis terrazas son apostaderos fijos, lugares conocidos adonde me encamino sin meditarlo siquiera; y otras veces sitios nuevos, de los que me apresuro a tomar gozosa posesión. Entonces abro un libro, pido un café o un jerez, y leo un rato levantando la cabeza entre página y página. Alguien que pasa, un modo de andar, una mirada, un gesto, unos zapatos, una sonrisa, pueden cobrar de pronto significados apa­sionantes y reclamar su propia historia, real o ima­ginada, estableciéndose misteriosos lazos entre lo que lees y lo que ocurre ante tus ojos.

En ésas estaba el otro día, en un puerto del sur, recién desembarcado de un mar sin viento que se fundía con el cielo cubierto de nubes. Un mar quieto, denso y gris como el mercurio, con algunas gaviotas planeando sobre los pesqueros abarloados en el muelle. Releía el primer tomo de El cuarteto de Alejandría, de Durrell, reflexionando sobre el modo tan curioso en que cambia un libro cuando lo lees de nuevo, diez o quince años después –aun­que tal vez quien cambia no sea el libro, sino tú—. Pasaba las páginas de Justine, les decía, cuando enfrente se detuvo una pareja. Eran muy jóvenes,con aspecto de estudiantes. A él le calculé dieciocho o diecinueve años. Ella era sólo un poco más joven, y muy guapa, con tejanos y piernas largas. Parecían discutir, molestos por algo, y cuanto más sonreía él más enfadada parecía ella. De pronto él hizo un gesto para besarla, y ella apartó la cara, alejándose con brusquedad.

La palmaste, compañero, pensé para mis aden­tros. Pero me equivocaba. Oí cómo el chico la lla­maba: Marisa, Isa o algo parecido. Entonces ella se detuvo a los pocos pasos, se volvió, y no sé lo que le vería en la cara; pero caminó de nuevo hasta él, y se abrazaron, y empezaron a besarse con tanto apasionamiento como si fueran a comerse los higa­dillos. Y él retrocedió hasta apoyar la espalda en la pared, y ella lo empujaba sin dejar de besarlo, y se dieron doscientos besos en minuto y medio, o a lo mejor fue sólo un beso desaforado y magnífico que duró minuto y medio, vaya usted a saber. Y dejé al amigo Durrell sobre la mesa y me los quedé mi­rando francamente, sin reparo alguno, fascinado por la maravillosa escena. Y una señora que estaba con su marido en la mesa de al lado, interpretando mal mi mirada, se volvió hacia mí, y comentó "qué poca vergüenza", creyéndome tan escandali­zado como ella de los mordiscos que se atizaban los jovencitos. Y entonces solté una carcajada que la dejó, me parece, un poco perpleja; y me estuve riendo así, en voz alta, un poco más todavía, sin poderme aguantar aquella alegría insolente y vital que me sacudía el cuerpo, mirando a los jóvenes que seguían a lo suyo. Me habría levantado en ese momento para ir a darles, a mí vez, un beso a cada uno, de no tener la certeza de que iban a entender­me mal. Así que me quedé sentado, claro, viendocómo por fin se iban agarrados el uno al otro por la cintura, besándose todavía de vez en cuando.

Y les dediqué un largo sorbo de Tío Pepe. A tu salud, Isa, Marisa o como te llames, pensé. Porque un día dejaréis de besaros, o besaréis a otros, o ya no os besará nadie, y seréis imbéciles de corazón seco como aquí, mi vecina la beata Gregoria. O tal vez os rompáis la crisma en una carretera, o se os lleve un cáncer a los cuarenta, o a lo mejor no. Y la vida, que es muy hija de puta, os traerá de aquí para allá, y os dará unas cosas y os quitará otras, y vete tú a saber. Pero lo que nadie podrá quitaros es que esta maña­na gris la habéis pintado de calor, y de ternura, y de ganas de comeros el alma el uno al otro. Y ese momento, vive Dios, ha sucedido y ya no os lo podrá arrebatar nadie, nunca. Y cada día, cada hora en que aún podáis besaros así, antes de que llegue cualquiera de los miles de finales que os aguardan, es una victoria arrebatada al azar absurdo de la muerte y de la vida.

Así que anda y que te jodan, vida, me dije Y aún sonreía cuando abrí de nuevo Justine y seguí leyendo.


Patente de Corso- Arturo Pérez-Reverte.




Porque sólo un maestro como Pérez-Reverte puede plasmar la esencia del carpe diem en un texto. Y sólo otro como Chaouen logra convertir la añoranza en poesía hecha canción.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cuando he empezado a leer he pensado que esto ya lo había leído yo en algún sitio, en el segundo párrafo ya he recordado dónde y en el tercero de quién era.

Emilio lo colgó hace algún tiempo en su blog y me encantó.

http://blogs.ya.com/esdepp/200801.htm#141

Un beso grande!
Vanessa